La historia del pequeño tragón!

Lo que más me gustó, desde el día en que llegué a este mundo, fue la comida. Mis padres tenían que esconderla en casa, porque de otra manera, yo acababa con todo. Siempre fui gordito! Siempre fui goloso! Siempre fui glotón! Alguna amiga bruja de mi madre ya había diagnosticado que yo no serviría sino para comer, pero nadie le entendió ¿Acaso era eso posible?

Yo la recuerdo, igual que recuerdo a casi todo el mundo: por un olor o un sabor! Cuando iba de visita a Barranquilla y se quedaba en nuestra casa, se untaba no sé que menjurje en el pelo antes de irse a bañar. Apenas la veía entrar, corría por la casa desesperado, buscando esconder mi nariz y mi cordura del hedor que expelería su cabeza cuando saliera del agua, con la toalla aún húmeda enrollada sobre sus sienes, estrujando sin piedad aquel dulce aire a chocolate, Cerelac y leche Klim que rodeaba en mi pequeño universo culinario… era insoportable. Para entenderme, con los años, elaboré la receta mental de aquel cosmético y hediondo aquelarre: toma un perro callejero; que esté muy sucio y sudado; mójalo, cúbrelo luego con yemas de huevo y ponlas a podrirse al sol… aquel era el tufo con el que su cabellera aplastaba mis ñatas! Afortunadamente esta amiga vivía en Bogotá, así que su traumática estadía en mi infantil reino del Caribe resultaba siempre ser corta y fugaz… aunque a mí se me antojara eterna!

Como sería el tema de serio, el afán por comer y descubrir el mundo y sus sabores, que antes de cumplir los 2 años me pegué mi primera borrachera. Por supuesto, yo no lo sabía! Y no van a creer que caí en un hogar de alcohólicos o de enfermos mentales o inmorales! No. Mis padres fueron un par de jóvenes buenos e inexpertos a los que les tocó tremenda tromba, enrase de tifón y remolino, víctimas directas de mi voraz apetito y mi constante revolución… Les aseguro, no fue nada fácil para ellos lidiar con este pequeño monstruo regordeto, necio y comelón! “Terremoto”, así me decían todos, a ellos les ofendía un poco (aunque en el fondo sabían que era verdad, que el mote me lo tenía bien ganado), y, por supuesto, no tuvieron vida porque nadie me quería cuidar. Ya se imaginaran la guerra que les di a los pobres durante mucho tiempo, por lo menos hasta que apareció la tía Bolli y la abuela Biti… y el abuelo Mingo, y con ellos descubrí el olor del sancocho, la magia de chuparme un hueso y el arroz fresco con pimentón… aprendí a comer mango biche con sal, a hacer una arepa y a mecerme bien en una mecedora! Escribo y me vienen estas ganas de llorar. Pensé que los había olvidado… ya me di cuenta que no! Permanecían allí escondidos en el fondo de mi corazón, en el recuerdo de sus aromáticos caldos y sus tiernos abrazos! Ellos me amaron, me alimentaron con gusto, y eso que, desde el primer día que los conocí, les hice pagar por su generosidad: tomé un marcador negro y tracé una línea por las paredes recién pintadas de toda su casa… desde la puerta de la entrada hasta el patio y el palo de mango de atrás! Les costó una semana limpiarla, inútilmente, tuvieron que pintarla otra vez. Luego de eso entendieron que, para estar a salvo, ellos y su casa, había que meterme en la cocina y mantenerme ocupado comiendo. Eso tampoco impidió que un día sacara de su nevera una mantequilla costosísima, que les había traído un pariente de lejos, que ni siquiera habían probado aún, y me la untara por todo el cuerpo desnudo, hasta en el pelo. Tendría unos 4 años, y duraron otros 4 sacándome el pegote y el grasero, desde la cocorota hasta el trasero! Aún así me amaron y aguantaron hasta que se fueron a las cocinas del cielo.

Volviendo al tema de la borrachera…

Una noche, papá y mamá invitaron a sus amigos a cenar. Se lanzaron a preparar un pulpo a la gallega, toda una exoticidad para 1.972. Como les dije, no me podían dejar solo, ni siquiera en la cuna, ni siquiera así de chiquito. Mi madre me arrullaba entre sus brazos mientras hablaba, brindaba y se reía con sus invitados. Por supuesto, caí dormido. Me acomodaron en un sofá, pusieron cojines a mi alrededor, y se fueron a la cocina para curiosear el proceso de la comida de la noche: aquel firme pulpo de feria, todo un espectáculo, una faena de la tradicional cocina de Galicia y, aclaro en este momento que mi abuelo Paco, mi abuelo materno, era todo un sibarita español, que olía delicioso, seguro por eso crecí con este desaforado interes por el universo de los sentidos, la arriesgada cuchara y la buena copa… En la cocina continuaba la fiesta mientras metían al pulpo en el agua hirviendo, con una cebolla y unas hojas de laurel. Al final lo troncharon con unas tijeras y lo sirvieron sobre papas cocidas bañadas en aceite de oliva y pimentón dulce y salieron con la fragante bandeja hacia el comedor, para encontrarse con un grotesco espectáculo: este pequeño bribón yacía despernancado, muerto, igual que el pulpo, desmadejado a un lado de la mesa de la sala. Mis padres miraron asustados. Todas las copas, y no por obra del espíritu santo, habían sido despojadas de sus cunchitos de vino, habían desaparecido en el fondo de mi garganta. Los pobres, papás y amigos despavoridos, salieron corriendo para la clínica con el diminuto beodo entre los brazos! “Que se ha muerto”, gritaban unos, “que lo hemos matao”, lloraban otros…

Después de dos días, varias bolsas de suero y mil Avemarías más, abrí el ojo en la cama del hospital ¿cómo era posible que el pequeño ajumado no hubiera estirado la pata la noche anterior? Fui caso de estudio médico y familiar, tan chiquito, tan borrachito. Me bajaron en hombros, con ánimo jubiloso: “y al segundo día resucitó”, gritaban ahora por las escaleras, “no juegue este pelao es culo de aguantador”, vitoreaban los amigos, el médico y hasta el celador. El nuevo Joselito estaba listo pa’ volver al carnaval.

“Alegría, alegría”, voceaba una palenquera desde el otro lado de la calle… nada tenía que ver conmigo; pero en ese momento sentí que Dios me hablaba y me daba la bienvenida a través de aquellas bolas de millo, coco y panela que amasan y venden las negras sobre sus plateadas palanganas por las cuadras de la ciudad… para mí, y desde ese día, las “alegrías” significaron dulce, sentimiento y palabra de Dios.

Para celebrar la pequeña resurrección, arrancaron todos pa’ Peñita, aquel mítico y famoso restaurante y “recostadero” de la carrera 42 con 79 donde servían los mejores fritos: carimañolas, arepas, chicharrones, buñuelos de frijol, butifarras y chuletas con yuca. A esta felicidad había que meterle Arepa e Huevo, guarapo y ron!

Sonó en la radio del taxi la vieja canción del carnaval: “no estaba muerto andaba de parranda”, y todos rieron a carcajadas, hasta el taxista: el pequeño de ojo vidrioso y hediondo tufo, daba sentido a la culminación del carnaval… porque aquel día se acababa el carnaval. Intuyo que fue en ese pequeño despertar cuando mi destino quedó sellado para siempre: yo sería música, mística, cocina y un buen “palo e ron”. Los vi a todos gozarse la canción y la situación, la cantaban a grito herido, superando el susto y la emoción, supuse de inmediato que sería mi forma de encajar en esta vida. La amiga bruja susurró al oído de mamá: “ya lo verás; cantará, beberá, comerá y renacerá mil veces más…”, ese día ella tampoco le entendió ¿cómo podía saberlo?

Y fue en el mismo Peñita, 3 años después, donde le demostré a mis padres y a mí hermanita, que en el asunto de la comida, yo sería el rey. Nada ni nadie podía superar mi amor y mi desesperación por ella. Descubrieron con terror aquella mañana, que defendería cada bocado con mi vida y eso, a mis 5 añitos, me hacía peligroso, al menos para mi hermanita 3 años menor, quien se había convertido para mí, en una boca más para competir. Pobrecita! La compadezco ahora! Con razón me miraba y se negaba a comer. Creció a punta de Minevitan, Emulsión de Scott y no sé cuántos menjurges más que le daban para que no desapareciera en el aire! Era flaquita, famélica, tímida con la cuchara… Me acuerdo que para comer, tenían que ponerle una canción: “siempre que yo voy a un baile, me busco una saporrita… siempre que yo voy a un baile, me busco una saporrita…”, y a mí me bajaban de la mesa! Empezaba, como por arte de magia, a darle a la cuchara; parecía una de esas muñequitas a las que les das cuerda y suben y bajan el brasito para alimentarse… yo, mientras tanto, daba vueltas bailando a su alrededor, como un cocodrilo esperando ver caer su presa… Bueno, aquella mañana en Peñita nos habían puesto los platos de colores, entre ellos, venía un patacón dorado en manteca, crocante, delgadito, cubierto en sal; irresistible, oloroso, divino. La pequeña calvita (mis papas nos pelaban la cabeza para que el pelo nos saliera grueso), mandó la mano para agarrarlo y yo sé lo arrebaté. Entonces pegó el berrido, el chillido, era la primera vez que se interesaba por algo de comer y yo sé lo había quitado. Fue tal el alarido que hasta el mismísimo Gabriel García Márquez, que estaba ese día desayunando allí, tuvo que ver con el asunto ¿Se iban a meter conmigo? Espera y verás! Ante la mirada furibunda de todos, tomé el patacón hirviendo y se lo devolví, pero sobre la cocorota. Lo agarré entre mis deditos regordetos y se lo puse en toda la tapa de la cabeza… el grito, el susto, el correazo que me dieron mientras corrían otra vez para el hospital… le salió una ampolla enorme sobre el quemón, le cubría la cabeza por completo! Se habían fundido cerebro y patacón! Siempre he creído que fue ese día, y después de ver tan furiosa defensa gastronómica, cuando Gabo escribió una de sus más memorables reflexiones: “El amor es casi tan importante como la comida; pero el amor no alimenta…”. Jajaja! En cierto modo tenía razón!

Así que ya se imaginaran, recuerdo a mi hermanita, como recuerdo a casi todo el mundo: por un olor o un sabor… Virgie me recuerda aquel dorado y fragante patacón! Y cómo la amo carajo!

Desde ese entonces, y como se ve en la foto de su cumple, siempre tenía un arma en la mano para defenderse del pequeño tragón… como ese chipote chillón, firme advertencia: “vade retro satanás”, jajaja! Claro que eso no la salvó del lío en que la metí por culpa de unos chocolates que iban para un matrimonio de mis papás! Quizás, el plan maestro más perfecto que he ideado en mi vida de comelón! La amiga bruja de mamá apenas me miró, suspiró y se persignó: “vade retro satanás”.

Si hubieran sabido lo que les esperaba, me habrían enviado interno a un monasterio católico, al mismo donde había crecido mi papá, en especial, después que empecé a dar muestras de interesarme en el tema. Por alguna razón me apasionaba el tema de la eucaristía (seguro por aquello del pan y el vino), y empecé a replicarla en casa de mis primos. Ponía un escritorio, pedía las galletas de soda y algunas botellas de Kola Román que mis tías guardaban en la alacena para la merienda del día… por supuesto me las entregaban felices teniendo en cuenta tan elevado y santo propósito. Tendría unos 6 años; pero mi golosa mente superaba la de todos! Invitaba a mis primos chiquitos a la improvisada ceremonia. Ellos aceptaban felices la arrastrada retahíla de este pseudo cura, con tal de hincarle el diente a la galleta y el sorbo a la koleta. Yo les recitaba una misa completa, me la sabia de memoria. Me enrollaba en una sábana, como si fuera sotana, y luego la amarraba con un cinturón de mi primo Paco: “… del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz y, dándote gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos, diciendo: tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”… y entonces engullía las galletas y las Kolas mientras mis neófitos me miraban respetuosos; aún sedientos y hambreados! Los persignaba y los echaba del cuarto para guardar las ofrendas… en la barriga, por supuesto!

Por eso ellos siempre fueron reflaquitos y yo regordito. Como las tías ya me habían entregado la ración del día, suponían que habían merendado de lo lindo durante la imaginaria misa; pero no era verdad. Después los encontraban a todos subiéndose al palo de mango del patio trasero de la casa, porque él hambre les arañaba las tripas! Y las tías quejándose: “estos muchachitos parecen unos muertos de hambre, no los sacia nadie, miren a Toli”, gritaban señalándome echado en la mecedora (imagínense al gato Gardfield con su sonrisa socarrona), “que niño tan juiciosito…”, JA!!! Pobres tías, pobres primos! A propósito, siempre me han dicho “Toli”.

Al día siguiente mis padres asistirían a la despedida de novia de una amiga: Rosalía. Yo estaba enamorado de ella, solo tenía 20 años más que yo. Cada vez que íbamos de visita a su casa, sacaba una enorme dulcera de vidrio cortado y, en la barriga de esta, los más especiales, brillantes, cremosos y especiados chocolates. Eso no se veía en Barranquilla y menos en 1.976. Para ese entonces lo más exótico que uno encontraba eran unos pirulitos cónicos de chocolate con leche que venían pegados a un palito blanco envueltos en papeles brillantes de colores y que uno chupaba hasta desvanecerlos en la boca. Luego se mordía la punta del palito hueco, porque adentro quedaba metida una pizca de la obscura pasta y nadie, por reto y honor, la dejaba ahí adentro. También había unos “cigarrillos” de chocolate, pitillos de la pasta envueltos en un papel que aparentaba ser tabaco, con el dibujo del filtro mostaza al final ¿cómo era posible que nos dejaran comer esa vaina? Años después la mayoría fumábamos como si fuera chocolate… y claro, la Jet chiquita y sus laminitas para el álbum de Historia Natural. A veces el papá de algún amigo, o mi tío que viajaba tanto, traía una Toblerone, y eso sí que era la locura!!! Todos corríamos a su casa. Una romería para ver al tío Mingo!

Rosalía en cambio era la reina, su belleza era tributada en chocolates! Tenía muchos pretendientes, muchos enamorados: españoles, turcos (como le decíamos a los libaneses en Barranquilla), alemanes y hasta italianos. Cada uno se aseguraba de hacerle llegar sendas cajas con los más increíbles cacaos del mundo. El ganador fue un beirutí que, decían las malas lenguas, la había enredado con un chocolate de la naciente tienda Patchi en Beirut! En la boca, la crema se desleía en almendras, nueces, miel, canela y limón… y entonces sellaron su amor: tres besos, tres abrazos, tres cartas y pusieron fecha para apaciguar el ardor! (en ese entonces había que casarse para tener el revolcón, si no: “nanay cucas”, decían las abuelas). Claro, la recuerdo como recuerdo a casi todo el mundo, por un olor o un sabor, Rosalía es cremoso chocolate en mi corazón!

Como la boda se acercaba, mis padres encargaron, con 3 meses de anticipación, una enorme caja de trufas Lindt & Sprüngli de Suiza para dársela el día de la despedida. Querían sorprender a los enamorados! Echar más leña al fuego! Ambos ahorraron un buen tiempo, porque tal gracia costaría un ojo de la cara! Recuerdo cuando llegó el estuche; lo cargaron como si fuera cascarita de cristal, con nervios y parsimonia lo llevaron al closet de su cuarto y allí lo encaletaron; pero cometieron un error, se dejaron ver por el pequeño tragón! Se despidieron y salieron a buscar un par de trajes de alquiler! Querían estar bien lindos para ver la cara de sorpresa de su amada amiga!

Como si nada, me encaramé en una mesita de noche, halé el fino estuche, llamé a mi hermanita y la hice cómplice del crimen para que no me fuera peor. Me metí con ella bajo de la cama de mis padres y empecé a desempacar las aterciopeladas bolitas, de a una… el elegante chocolate empezó a fundirse sobre mi lengua, con ese tacto felpudo y su divino gusto licorudo! Saqué la segunda, Virgie solo me miraba sin saber qué pasaba. Los ojos se me inyectaron, empecé a respirar con dificultad! Nunca había probado algo así! Mis tempranos conocimientos sobre texturas solo llegaban hasta el bollo e yuca y el mamey; pero esto, esto tenía que ser el sabor del mismísimo Dios! Creo que ese día le perdí el miedo a la muerte… después de semejante bocado, nada podía haber más allá! Saqué la tercera y tosí al respirar el cacao en polvo que la cubría, chupé, suspiré, lloré con aquella ganache hecha bolita y perdición! La perfecta mezcla, la temperatura ideal, el almíbar, la crema y la mantequilla batida… y fue la cuarta, y la quinta, y la sexta hasta completar las 24 masitas del cofre… y entonces, en medio de la borrachera que me produjo el exceso, me acordé de Rosalía, de su novio, de mi hermanita que no había alcanzado a probar ninguna y ahora era inocente… y me acordé de mis padres! Corrí al cuarto y traje mi bolsita de “bolitas de uñita” (así le decíamos a las canicas), y volví a completar y a cerrar la caja! El peso resultaba similar. Y la encaleté en el mismo lugar! Mi hermanita apenas me miraba y decía la frase que tantas veces había escuchado cuando se referían a mí: “vade retro satanás”… en costeño: “este pelao es la patada”.

Y así se fueron mis padres a la elegante fiesta… emperifollados, orgullosos y con la caja bien puesta, felices porque sabían que iban a dar la más grandiosa sorpresa… y de eso sí que estaba yo muy seguro… la sorpresa sería la más grande de nuestra historia familiar (continuará)

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Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Carlos Alberto Suárez Vera

    Súper la historia. Cuándo continuará?

    1. tuliorecomienda

      Trataré de crecerla cada semana. Mil gracias por leerla! Tu disfrute es tremendo premio para mi. Un abrazo!

  2. Elena

    Que excelente texto, que portento para escribir y para comer, por Dios!