
Mi primer día como Asesino
-día 1-
EL CRÍTICO!
Las cosas no estaban bien para Rafael Abreu. Como un fantasma deslizó su agotada existencia sobre las calles de la ciudad hasta llegar a Dante, ese pequeño refugio italiano del que había escrito tantas veces en sus columnas culinarias. Allí solía encontrar un amable reposo contra las fuerzas demoledoras de su desaplicada vida. Se soltó sobre uno de los sofás, como un muñeco, sin guardar la compostura, ocupando la totalidad del cuero… echado, desparramado sobre los cojines. Sentía que su supervivencia dependía de la fibra renovadora que este restaurante era capaz de brindarle y por eso corrió a refugiarse en sus aromas a Spaghetti fresco, Prosciutto, Limoncello y Burrata. Levantó la mano y casi de inmediato le sirvieron. No tuvo que esperar… esa mano era el martillo de Dios. Yo lo miraba en silencio desde el otro lado del salón, con el mismo odio de sus adjetivos y críticas. Le pedí a la mesera me sirviera una orden idéntica que la de él: Una Fornarina de masa espumosa y crocantes bordes, con delgadas hojas de Parmigiano Reggiano, Bresaola, Bocconcini de Mozzarella y frescas Rúgulas en aceite de oliva. Una especie de pizza pero construida sobre un especiado pan Focaccia.
-¿Y para tomar?
-Aperol Spritz, por favor.
¿Por qué comer como él? Era necesario entender su paladar, para luego descifrar y destruir su pluma. Aunque ahora me resultaba menos importante la comida, estaba más interesado en verlo en esta mala condición, disfrutar un poco del gris ánimo que cargaba esta noche ¿Qué o quién le habría llevado a ese estado? Me encantaría saberlo ¿Sería resultado de mis primeros disparos? Nada me habría dado más felicidad… Soy Dani Morell y, para quien no lo sepa aún, he venido a matar a este tipo.
EL RESTAURADOR!
Aún no soy un asesino… no soy un asesino en realidad; pero si supieran quien es él, si conocieran su frío y devorador corazón, serian gustosos mis cómplices. Le habrían cerrado las puertas en la cara años atrás, destruyendo sus artículos, ignorando sus críticas, enviando cartas con quejas a su periódico… empujándolo escaleras abajo hasta verlo escupir su último aliento ¡Qué gran favor le habrían hecho al mundo! Pero eso no se consideraba. La inmortalidad de este semi dios del plato, la masa y el pan no se ponía en duda. Los lectores adoraban sus reflexiones, los editores sus ventas y los periodistas sus letras de fuego y sal. Todos le profesaban tal respeto, tal amor; le idolatraban tanto… En especial los cocineros, porque una gota de su tinta, era suficiente para cambiar el destino de sus restaurantes y de sus vidas… Para bien o para mal.
A mí me robó la vida. Este gélido escritor, me quitó lo único valioso que he tenido. Con sus críticas de puñal y odio, aplastó a mi adorada Lucía. Un soplo y su hermosa luz se extinguió para siempre. Por eso, he decidido matarlo. Y luego, si me es posible, picaré su regordete espíritu y lo asaré en sal gruesa, coriandro, pimienta y aceite… Exprimiré un limón y chuparé sus entrañas como si de una ostra se tratara. Lo sacaré de su valva de hierro, lo deglutiré imaginariamente siguiendo el ritual de las antiguas tribus antropófagas, hasta tragarme su fuerza y su veneno… Así encontraré la paz. Me costará lágrimas, malos recuerdos, arcadas, perdición y felicidad final. Me costará la cordura, pero estoy dispuesto a darlo todo, decidido a terminar con la plaga que ha ido marchitando las ilusiones de tantos cocineros y restauradores, apagando sus fogones; sus sueños y existencias. Si, voy a matarlo, en su terreno y con sus mismas palabras. Le quitaré todo lo que ama, capa tras capa, hasta llegar a su corazón de cebolla y tragármelo. Le cocinaré una muerte a fuego lento, y se la serviré a gotas, la más cruel y dolorosa muerte: quebraré su espíritu, de la misma forma que el quebró el mío hace 6 años ya…
LA COCINERA!
Conocí a Lucía Dalmazo en la escuela de cocina… Apenas empezábamos el semestre y ya no podía quitarle los ojos de encima. El resultado, nada me salía bien. Mis manos fingían cocinar pero mi mente estaba siempre repasándola, imaginando sus curvas definidas y su jugosa piel. Lograba traspasar su cáscara de cocinera: el delantal, la casaca y el tocado blanco, hasta descubrirla desnuda bailando sobre el fuego, cocinándose mientras iba soltando sus aromas a menta; a rosas y a miel. La veía brillar tras el vapor de ollas y sartenes, con mi boca hecha agua, suponiendo el delicado sabor de su almibarada piel. Solo suposiciones e imaginaciones; porque la hermosa jovencita de grandes y profundos ojos verdes, jamás miraba a nadie. Vivía para sus brebajes. Pasaba las horas embebida en el arte culinario que ahora le estaban transmitiendo y que ella absorbía como el pan fresco al aceite de oliva. Al final, nada aprendí sobre asar, picar o rehogar… aprendí solo a amarla a ella… desde la cocina de mi corazón. Sus ojos interesados no se perdían pizca de lo que sucedía sobre fogones, tablas, hornos y platos. Se convertía en la comida: Barrigas apretadas de quesos, elásticas masas, delicados hojaldres y fumet de mariscos; pescados al ajillo, solomitos encostrados y costillas al limón; espumosas cremas, chocolates amargos y dulces melocotones… en todo estaba el sabor divino de su juventud y el luminoso color de su cruda belleza. Siempre era el primero en ofrecerme a probar lo que Lucía preparaba, su conejillo de Indias, su catador personal. No es fácil conseguir de eso en los primeros meses de estudio. Cualquier idiota puede matarte de indigestión. Ella creía entender la razón de mi valentía, suponía que buscaba un poco de su atención. Pero para mí, era más que eso, era una manera de hacerle el amor: probar su comida era probarla a ella… las gotas de sudor que habían humedecido su salsa, el aroma de sus manos aún pegado a la masa… el sabor divino de su cuerpo convertido en condimento… solo yo podía percibir, sentir y comer. Ahí en su comida, era completamente mía. Cada bocado aderezado con el dócil veneno de su belleza. Tras cada cucharada, el sutil caramelo del deseo me sobrepasaba y se hacía peligroso para mí, me delataba. Lucía sonreía sin prestarme atención. Como que la cosa no era con ella. Sus menjurjes de cocinera primípara eran mi cielo y mi perdición. Ahora ya no está, y ese sabor, el de sus jugosos besos, solo vuelve a mí a través del recuerdo que me brindan la comida y el buen vino. Por eso dicen que como tanto. Por eso dicen que bebo en exceso… Estoy buscando sus jugosos besos, su fresca mirada y su meloso amor…
El Látigo de Dios
-día 2-
EL ASESINO!
¿Cómo pasó esto? daba vueltas y vueltas en mi cabeza mientras la mesera, que ya había cambiado mi copa, dejaba caer un largo chorro de un Fabre Montmayou Malbec en el delgado cáliz de vidrio. El sonido del vino rompiéndose contra la barriga del cristal fracturó mi concentración y liberó al ruin Abreu de mi odiosa mirada. El hombre, que hasta ese momento seguía inmóvil sobre el sofá, levantó una digestiva Grappa y la hundió en su garganta, despertando de la muerte momentánea que lo había traído a este lugar. Fue en ese momento de la noche que nos cruzamos camino al baño… palidecí, alcancé a pensar que intuiría mis intenciones, que me atravesaría con sus afilados ojos y, antes de reaccionar, me mataría él a mí… Pero no. Me pasó por encima, atropelladamente, agudizando el dolor que me producía tenerlo tan cerca sin poder hacer nada. Me ganó la entrada al lavabo. Mientras esperaba, el brillo de un hierro atrapó mis ojos, tenía que ser una señal divina. Sobre una de las mesas dormía un afilado jamonero, olvidado seguro por uno de los meseros tras cortar una loncha de un maduro ibérico. Por primera vez sentí que podía darle final a esto, rápida y limpiamente. Derrotarlo con palabras y desprestigio podía ser demorado e incierto. Me acerqué y, sin quitar el ojo de la puerta del baño, tomé el agudo cuchillo con gran sigilo, como quien tiene a su presa acorralada y lista para faenar. Sobre la mesa, los restos de un Filetto di Maiale al Gorgonzola. Vi en esas sobras su garganta cercenada, bañada en su cremosa sangre. Dí dos pasos a la puerta, seguro de mi cruel decisión, pero cada pisada me chupaba el brío. El miedo, la angustia, el pánico de convertirme en el carnicero de este hombre… El látigo de Dios fue apretando mis costillas con tal presión, que apenas una hilacha de aire lograba llegar a mis pulmones. Mi valor se fue asfixiando. Mi cuerpo temblaba agitadamente, sin control; brincando con tanta energía que cuando el hombre abrió la puerta, el cuchillo se escapó de mis manos y por poco me rebana el pie. Así de corta resultó mi carrera de asesino. Abreu ni cuenta se dio. Pasó nuevamente por encima, aplastante; burlándose, y sin saberlo, de mi miedo y mi dolor. Levantó una ceja y balbuceó un “buenas noches”, ajeno a la batalla que se había librado tras la puerta mientras él orinaba el vino, la grappa y el resto del alcohol que había ingerido esa noche. Pisó incluso la hoja del cuchillo, el mismo que debía haber arrancado su vida un minuto atrás. Lanzó un agradecido ademán a Gio Gamberini, para luego salir del restaurante de la misma forma que llegó… como un fantasma.
LA COCINERA!
Regresé a la mesa. Tan blanco que ni los meseros lograban verme. La palidez del susto me camuflaba entre manteles y servilletas. Me sostuve de la copa, tratando de no caer al vacío. El aroma a vainilla, a moras y rosas del Fabré, me devolvió por un momento a los brazos Lucia… a sus olores de mujer madura. Apreté mi imaginación y la evoqué en el fermentado jugo de esas uvas, en sus aromas y sabores… ligera, preparando su tarta de chocolate y fresas. Pasta quebrada y cubierta de ganache, nata ebullicionada, chocolate negro y ruborosas fresas. Aquél olor se pegaba a sus manos, con tal intensidad, que yo era feliz atrapándola para chupar sus dedos, como un niño chiquito, mientras ella amarraba sus cortos gritos risueños. Le parecía una porquería de mi parte. Para mí en cambio era el cielo. Violar aquellos delgaditos dedos hasta satisfacer mis obscuros apetitos, los culinarios y los carnales, y extraer el néctar de su excitación. Tras el divertido forcejeo, se cansaba de resistir y terminaba por entregarse. Lo disfrutaba tanto como yo… Era entonces cuando mis labios saltaban para atacar otras partes de su cuerpo más misteriosas y aromáticas. Aquellos chillidos se iban haciendo hilos, hasta convertirse en agitados soplidos, resoplidos y jadeos. Su piel, de leche y miel, iba convirtiéndose en un extenso banquete para mi lengua y mi corazón. El recuerdo de las palabras de Jeque Nefzawi en su Jardín Perfumado: “La mujer es como una fruta que sólo exhala su fragancia cuando la frotan con la mano. Toma, por ejemplo, la albahaca: a menos que la calientes con los dedos no emite su perfume ¿Y sabes, por ejemplo, que a menos que el ámbar sea entibiado y manipulado retiene su aroma? Es igual con la mujer: si no la animas con tus caricias y besos, con mordiscos en sus muslos y abrazos apretados, no obtendrás lo que deseas, no experimentarás placer cuando ella comparta tu diván, y ella no sentirá afecto por ti”…
Besos de Azúcar y de Sal
-día 3-
Recuerdo el día que Abreu entró en nuestras vidas ¿Cómo es posible que la misma persona que nos unió en principio, terminara separándonos de esta manera tan violenta y definitiva? Llegó escondido en un artículo de comida. Desde el escritorio principal, nuestro maestro Gabriel Mayorga leía con gran emotividad cada una de las estrofas de la reciente crítica de Abreu en el periódico. Recitaba con tal agitación, que de cuando en cuando se atragantaba y se ahogaba en los vocablos. El diario se refería a un restaurante en Bogotá, Pesquera Jaramillo, y la relevante experiencia que el hombre había vivido allí… Mayorga, superando la silenciosa antipatía que también le profesaba a Abreu, se esforzaba por mostrarnos el carácter abstracto de la cocina, ese algo especial y misterioso que separaba al crudo sollastre del verdadero artista de los fogones… el cocinero inolvidable, el eterno, el sublime… el que era capaz de someter naciones enteras atándolas al yugo de sus sabores celestiales! Quería que entendiéramos la importancia de un buen plato, la relación espiritual que se generaba entre el comensal y el cocinero cuando una receta lograba ir más allá, cuando se convertía en un canal de comunicación mística. “Es al cocinero al que te comes en el plato”, solía repetir una y otra vez mientras apuraba algún ingrediente sobre la sartén. Era su mantra, su forma de invocar cierta bondad culinaria. Tenía claro lo que los orientales han dictado durante miles de años: “Mantén siempre un flujo de pensamiento amoroso durante la preparación del alimento. Cuanto pase por tu cabeza, cuanto pienses durante la elaboración, será en esencia consumido por los demás. Comprende que la comida que sirvas contendrá tu energía, tu pensamiento, tu karma y tu amor en forma sutil y esencial”… Hoy sentía que tenía la prueba entre sus manos, se la había brindado el polémico Abreu. Las palabras saltaban fuera de las márgenes, corrían afanadas, alegres, delicadas… cobraban vida mientras el crítico exponía su experiencia sobre el papel, con tal potencia y sensualidad, que todos estábamos al borde del colapso hormonal. Nuestros cuerpos parecían tizones, las pieles apretando las llamas internas, borboteando el sudor. El calor era tal, que el agua de las ollas empezó a hervir fuera de los fogones. Aquel inofensivo verbo fue tornándose peligroso. Si alguien hubiera tirado un fósforo dentro del salón, habríamos volado por los aires en mil pedazos. A partir de ese día todo cambió. Llegamos a un entendimiento más profundo sobre el acto de cocinar… estas descripciones, estos versos y alabanzas nos permitieron descubrir cierta eroticidad en aquello que, hasta ese entonces, habíamos solo comprendido como materia, fuego, pimienta y hierro… La combustión y la masa, la dócil entrega de sustancias, su transformación en besos de sal y azúcar… Los abrazos aromáticos y las picantes punciones que nos ofrendaba Abreu, con sus provocativas descripciones, nos permitió entender por fin lo tantas veces advertido por Mayorga: “la cocina es algo más”. Miré a Lucía y excedí mis conclusiones… la cocina también era sexo.
“Sobre la mesa reposaban bogavantes de Nueva Escocia, -los más famosos del mundo-, ostras gigantes de las costas bretonas en Francia, pulpos de Marruecos, medallones de atún blanco y un Rodaballo del Cantábrico, servido en brillante exaltación a su frescura y procedencia. Una marea de fragantes y enloquecedores acentos; como nada que hubiera sentido antes. Ni imaginaba que existiera en Colombia un restaurante con semejante despliegue de productos. Los lujuriosos manjares que describe Bourdain en sus libros, cobraban vida frente a mis ojos, como si se tratara de una película de extravagancias culinarias…”
Silencio absoluto, respiraciones contenidas, caras de sofoco… todos disimulaban con torpeza la excitación que les producían estas letras. Inmóviles escuchaban, procurando no perder palabra, saboreándose a gotas la maestría con que este poeta de la masa y la taza había hilado la lengua hasta convertirla en el más sabroso potaje de emociones, sentimientos y apetitoso lirismo. Miré a Lucía… en su extensa blancura. Se había liberado de su casaca… Solo una delgada camiseta blanca separaba su delicioso cuerpo del mundo, dejando poco a la imaginación, algunas porciones que el sudor no había alcanzado a transparentar. Ni cuenta se dio. El rocío de su piel había hecho invisible el algodón. Parecía haber entrado en un estado de meditación superior. Había perdido todo el pudor. Masticaba las palabras, las derretía, las mordía, las chupaba… Todo su cuerpo estaba embebido en las jugosas descripciones, atrapada desde la coronilla hasta la punta de los pies. Sus poros abiertos deglutían los sonidos como orejas. Lamía, acariciaba, relamía cada detalle, tratando de extraerlo todo, bebiéndose con júbilo las emociones y alegrías del escritor en su sacra cena. Perseguía las letras en el aire… las acechaba, las descuartizaba, las exprimía, las cortaba y por último se las tragaba apresuradamente, como si alguien se las pudiera quitar. Cada expresión del autor, provocaba un torrente de feromonas esparciéndose por el salón…
“Un éxtasis creciente me invadía al ver llegar a los meseros con algún nuevo misterio bajo las campanas. Y, cuando me creí anestesiado ante tanta maravilla, aparecieron las ostras gigantes, conchas del tamaño de mi mano. Lucían húmedas y carnosas! Sentí un poco de temor ¿tendría boca para semejantes moluscos? Puse un poco de limón, un tanto de sal gruesa y las halé de sus valvas en un sensual abrazo de labios… Hasta vergüenza sentí, el acto me remitió a otros placeres más carnales; se me calentó la sangre! Las ostras liberadas derramaron sus jugos a mar, sal y metal. Sostuve sus resbaladizos cuerpos unos segundos sobre la lengua, antes de terminar con un mordisco, tan cremoso, que poco a poco las fue forzando a entregarme su reservado dulzor interior…”
Empecé a notar la hinchazón de Lucía. Los nudos de sus pechos se habían apretado con firmeza, elevándose, delatando su frenesí. A través de la delgada tela se podían ver sus pezones rosados, redondos, perfectos… duros como pepas de aceitunas… Entendí entonces cuál era el camino más seguro para llegar a su corazón y a su cuerpo…
“Cada plato más sorprendente que el anterior. Ya no quería parar. A estas alturas mis sentidos vibraban a tal velocidad que detenerlos habría sido la muerte. Fue entonces cuando llegó el Rodaballo del Cantábrico, uno de los platos más suntuosos de la historia… Adorado por Napoleón. Separé sus fibras y las apreté entre lengua y paladar, buscando dar justo final a tan delicada golosina. Saboreé sus firmes y finas carnes con agradecimiento. Un pescado meloso, de poca grasa y gran sabor: El Faisán del mar…”
-Esto tenemos que vivirlo-, le dije susurrando mientras el profesor continuaba con su apasionada lectura. Tenía que aprovechar mi temprano descubrimiento.
-¿Estás loco? Debe ser carísimo. Sin contar que está en Bogotá.
-Nos vamos en bus este fin de semana. Tengo una tía allá. Y en ese restaurante trabaja Daniel, es amigo de mi hermano. Él también estudió aquí. Seguro que puede ayudarnos con algo. Es un tipo buena gente y nos va a entender.
Sé que la propuesta, en otro momento, me habría costado un golpe, un grito o un doloroso desplante. Pero la agitación de Lucia con tan sensual relato resultaba más grande de lo que ella podía manejar. Así que cualquier remilgo, sería aplastado sin piedad. Los ojos le brillaron ante la posibilidad… Me miró con sus ojos de oliva, aceitosos, me atravesó… saboreó la idea con glotonería, con cierta delicadeza y furia; anticipando el sabor de la aventura que ahora yo le planteaba. Su respiración se agitó un poco más… suspiró, pensó, dudó… para terminar escupiendo un rotundo “sí!”. Aquella mirada de niña inquieta, traviesa, pícara incluso, no la olvidaré jamás. La alegre expresión de quien está “ad portas” de hacer un sueño realidad… Yo a punto de cumplir el mío también: Un fin de semana con la hermosa Lucia para mi solo. Ahora debía solucionar el problema del dinero, porque con mi raquítica billetera de cocinero en construcción, el asunto podía ponerse bastante ácido. Haría hasta lo imposible para dar forma a mi atrevido plan. Lucia viajaría conmigo, comería conmigo y viviría junto a mí una de las mejores experiencias de su vida ¿Llegaría con esto a su corazón? Estaba seguro que sí.
Muy buena historia, cuando continua.
Tulio gracias por el comentario de los vinos Fabre Montmayou, los pueden conseguir, corrijo el número del celular 316 6209908 o pueden visitar nuestra pagina web. http://www.vinossantamatilde.co
Me gusta esta historia, la forma en que te envuelve y te hace imaginar
Excelente historia, es una forma distinta de crear una historia a partir de una experiencia culinaria, recomendado